Nos sentimos muy muy OCDE, porque como país hemos logrado grandes avances, desde la estabilidad de nuestra institucionalidad hasta indicadores que reflejan mejores condiciones materiales y que hablan de un mayor bienestar en lo social y económico. Sin embargo, a ratos este progreso nos encandila, y se nos olvida que al centro del problema aún persisten formas de desigualdad que se expresan en la posibilidad que tenemos todos de acceder a mejores oportunidades e incidir en la realidad de la que participamos.
Desde aquí, el desarrollo sostenible entra como un concepto que hoy se aborda por partida triple: Estado, sociedad civil y empresa interactúan en constante discusión respecto a los ejes de nuestra convivencia y a los parámetros que vamos a perseguir. En esta discusión, decir que la empresa está cuestionada es una obviedad. La pregunta atraviesa de forma más o menos expresa en distintos momentos de nuestro cotidiano, donde el desafío está en cómo la empresa más allá de su existencia fáctica, se hace cargo de restituir la legitimidad social que le permita seguir ocupando un lugar en la mesa.
Aquí es donde la metáfora de la empresa con límites móviles, la empresa abierta, de fronteras líquidas, el sistema complejo, o como queramos llamarle, resulta útil. Se habla de cómo establecer un mejor dialogo con los grupos de interés y de expresar una mayor disposición a las exigencias de un entorno diverso. Mucho se ha trabajado a través de fórmulas más o menos “blandas” para dar sustento a una empresa 2.0, que evoluciona desde una visión más amplia, o si se quiere más sostenible.
Por un lado, se ha abordado el fortalecimiento del gobierno corporativo que muchas veces redunda en un ejercicio persistente por construir lineamientos y administrar mecanismos de control que aseguren su cumplimiento. La tentación está en regular por la vía de políticas y procedimientos, que sin duda sirven para establecer una base de coordinación interna, pero que muchas veces fallan si el foco está sólo en la última línea del estado de resultados. Nos gustan los procedimientos, asumámoslo, y aquí ingenieros y auditores se han quebrado la cabeza por hacerlo cada día mejor… Pero más allá de robustecer los mecanismos internos de la empresa, la pregunta también está en cómo le damos flexibilidad a la organización para que sea capaz de ajustarse a tensiones siempre diversas y cambiantes, pero sin dejar de “hacer las cosas bien”.
En un segundo escenario, muchas empresas se llenan de estrategias e iniciativas, confiando a sus ejecutivos la responsabilidad de darle vida a esas definiciones. Nuevamente, mucho se ha trabajado desde el desarrollo organizacional, en cómo fortalecer liderazgos, trabajo en equipo y distintas habilidades asociadas al management. Sin embargo, desde mi experiencia eso también tiene sus limitaciones, porque la capacidad de movilizar y resguardar el quehacer de la empresa, queda restringida a lo que alcanzan a vislumbrar esos pocos que están a la cabeza de la organización.
Es aquí donde creo que, si los escenarios anteriores no van acompañados de la pregunta por la ética, a ratos únicamente estamos potenciando una eficiencia vacía que poco responde a esa inquietud más profunda que tenemos como sociedad. Y no hablo de una ética sólo para ejecutivos, si no que de instalar en la empresa la capacidad de cuestionar sus propios estándares de actuación. De abordar lo funcional y lo técnico, identificando todos aquellos riesgos que desde una perspectiva ética pueden detonar situaciones críticas en la cadena de valor.
Aquí, más allá de instruir lo que se debe y no se debe hacer, o de una ética que habitualmente se asocia a una gerencia y a un puñado de delitos contenidos en la ley, se trata de centrarnos en lo que sustenta las decisiones que competen a todos los que participan de cada proceso que da vida a la organización. Se trata de poner foco en el ejercicio de la ética como una habilidad organizacional que permite restituir la responsabilidad individual que está en la esencia colectiva de la organización.
Entender que “hacer las cosas bien”, se basa en la capacidad de preguntarse por “cómo hacemos lo que hacemos”, y que a su vez, eso depende directamente de sus trabajadores activamente pensándose, pensando el día a día, pensando el impacto de su quehacer y pensando a la organización. Y aquí no digo esto de manera abstracta o haciendo alusión a una visión estereotipada de “ser bueno”. Aquí la referencia al negocio es más directa, abarcando aquellas controversias que se dan en cada área de la organización, muchas veces atravesadas por un componente técnico. La variedad es extensa y crece según la empresa en que nos situemos, el sector al que pertenece y el área que revisemos, sólo a modo de ejemplo, los dilemas éticos que enfrenta la gestión de personas, respecto a qué tan inclusivos son sus procesos de selección o qué tan equitativas son las oportunidades de desarrollo que dibuja, transitan por una vereda totalmente distinta a los del área comercial cuando define los incentivos que van a movilizar a su fuerza de venta o cómo va a resguardar la información de sus clientes.
E insisto, muchas veces todo esto se aborda desde los procedimientos, mientras que también es un problema de la esfera de las personas. Para muchos, la solución está en hacer que los ejecutivos vayan más a terreno o bajen a la línea, o de trabajar una ética para “tomadores de decisión”. Sin embargo, creo que es ahí cuando nos quedamos cortos. Cuando creemos que las cuestiones éticas sólo están reservadas para algunos. Creo que la clave está en cómo fortalecemos el ejercicio de la libertad por parte de cada integrante de la organización, de una libertad que se pone en juego en la capacidad de tomar mejores decisiones. Donde la organización debiera inscribirse al desafío de fortalecer valores que dibujen los límites del camino a recorrer, pero que al mismo tiempo definan una identidad colectiva, en pos de un propósito común enmarcado en un escenario social.
Ahora, respecto a nuestro rol. En un país donde la desigualdad trasciende la mejora parcial de ciertos indicadores, pasando a expresarse con nitidez cuando no todos tenemos las mismas oportunidades de participar e incidir en los aspectos que configuran nuestra propia vida, me parece que un ejercicio activo en torno a la ética es algo que nos debiera interpelar un poco más. Se trata de cómo cada uno de nosotros -aquí es cuándo usted se toma un minuto para pensar en su pequeña esfera de poder- asume el ejercicio de definir cuál es la posición que quiere ocupar, en pos de un tipo de sociedad o de otra. Si no, ¿cómo vamos a contribuir a la discusión por los cambios que nuestro entorno inmediato requiere? O a los cambios que Chile requiere? Ese ejercicio parte a nivel individual, haciéndonos cargo de integrar la pregunta por aquellas decisiones que tomamos, pequeñas o trascendentes. Me resisto a creer que somos una pieza más de un sistema que funciona a pesar nuestro. ¿Cómo nos hacemos cargo de fortalecer la vida democrática en los contextos que atravesamos? Restituyendo la pregunta crítica sobre nuestro trabajo o sobre las organizaciones que integramos, desde toda la autonomía que expresamos, en ese ejercicio de libertad cotidiano respecto a nuestras propias vidas y a los objetivos que nos parecen valiosos.
Karen Cossio – Consultora Gestión Social