Últimamente ha pasado a ser un lugar común lamentarse cómo la desconfianza se ha instalado en nuestra sociedad. Permítaseme desconfiar de esta afirmación. No es que hoy seamos más desconfiados que antes, es la manera de construir la confianza la que ha cambiado definitivamente. Y es una muy buena noticia.
La evidencia indica que los chilenos contamos con niveles bastante altos de confianza hacia varias instituciones (carabineros, bomberos, radios, etc.), y en nuestras redes más cercanas (familia, amigos, trabajo), por citar algunos ejemplos. En contrapartida, nuestra desconfianza es alta respecto a políticos, Gobierno, Iglesia Católica y empresarios, entre otros. Pero: ¿Alguien podría esperar mayor confianza en un sistema político marcado por el financiamiento ilegitimo de buena parte de sus representantes?; ¿En autoridades sospechosas de conflictos de interés?; ¿En una iglesia que ocultó o negó durante años la profanación de lo más sagrado (los niños)?; ¿En empresarios que predican públicamente los beneficios del mercado mientras transgreden en privado sus principios?
Max Weber explicaría esto como un avance en el proceso de modernización y racionalización, propio de una sociedad que deja de creer en la tradición y el carisma como fuente de legitimidad. Hoy cuestionamos abiertamente la honorabilidad de los cargos, el respeto a la tradición o la reverencia frente a ciertos apellidos. La confianza pasó a depender de pruebas concretas más que de títulos o status.
Quienes rasgan vestiduras con el “clima de desconfianza” (y que suelen pertenecer a las mismas instituciones cuestionadas…) no parecen asumir que la confianza es una relación fundada, como todas, en la reciprocidad. No es posible construir una relación de confianza si no recibimos señales concretas de que aquello que hemos dado (nuestro voto, nuestra devoción o nuestro dinero) es correspondido. Por eso no es correcto ni útil seguir pensando la confianza como un atributo a recuperar, sino como vínculo a restablecer entre personas e instituciones. Esta vez, sin pretender que se confíe en alguien por el sólo hecho de ser parlamentario, autoridad, sacerdote o “de buena familia”.
Haciendo una analogía, hemos pasado de la fe incondicional de los niños hacia sus padres, hacia relaciones adultas y horizontales donde se exige un mínimo de reciprocidad para confiar en el otro. ¿No es acaso una buena noticia?
Felipe Valdivieso